miércoles, 29 de diciembre de 2010

El bienestar para todos

     Toda verdad atraviesa tres estadios:
en primer lugar se le ridiculiza;
en segundo lugar se le oponen violentamente;
finalmente se le acepta como si fuese una evidencia.



     El bienestar para todos no es un sueño. Es posible, realizable, después de lo que han hecho nuestros antepasados para hacer fecunda nuestra fuerza de trabajo.
     Sabemos que los productores, que apenas son un tercio de los habitantes en los países civilizados, producen ya lo suficiente para que exista cierto bienestar en el hogar de cada familia. Sabemos, además, que si todos cuantos derrochan hoy los frutos del trabajo ajeno se viesen obligados a ocupar su tiempo ocioso en trabajos útiles, nuestra riqueza crecería en proporción al número de brazos productores. Y sabemos en fin que, en contra de la teoría de Malthus –pontífice de la ciencia burguesa– el hombre acrecienta su fuerza productiva con mucha más rapidez de lo que él mismo se multiplica. Cuanto mayor número de hombres hay en un territorio, tanto más rápido es el progreso de las fuerzas productivas.
     Hoy, a medida que se desarrolla la capacidad de producir, aumenta en una proporción sorprendente el número de vagos e intermediarios. Al revés de lo que se decía en otros tiempos entre socialistas –que el capital llegaría a reconcentrarse bien pronto en tan pequeño número de manos, que sólo sería menester expropiar a algunos millonarios para entrar en posesión de las riquezas comunes– cada vez es más considerable el número de los que viven a costa del trabajo ajeno.

 
      En un viñedo en Francia, trabajadores que acarrean canastos, realizan a mano la vendimia anual. En un viñedo en California, una inmensa máquina y unos cuantos trabajadores hacen el mismo trabajo que realizan cien cosechadores franceses. Ves a tu alrededor muchos ejemplos de este fenómeno: el mismo trabajo de distintas maneras. ¿Por qué usamos máquinas en algunos casos y gente en otras? 
     Los que detentan el capital reducen o impiden constantemente la producción. No hablemos de esos toneles de ostras arrojados al mar para impedir que la ostra llegue a ser un alimento de la plebe y deje de ser una golosina propia de la gente acomodada; no hablemos de los miles y miles de objetos de lujo –tejidos, alimentos, etc.– tratados de igual manera que las ostras. Recordemos tan sólo cómo se limita la producción de las cosas necesarias a todo el mundo. Miles de fábricas permanecen
regularmente inactivas; otras no trabajan más que la mitad del tiempo, y en cada nación civilizada hay siempre una población de millones de individuos que buscan trabajo y no lo encuentran. Hombres que serían felices con transformar los grandes latifundios mal cultivados en campos cubiertos de cereal. Pero estos audaces pioneros tienen que seguir parados porque los poseedores de la tierra, de la mina, de la fábrica, prefieren dedicar los capitales a otros menesteres que les reporten mayores beneficios.
     Ésta es la limitación consciente y directa de la producción. Pero hay también una limitación indirecta e inconsciente, que consiste en malgastar el trabajo humano en objetos inútiles, o destinados tan sólo a satisfacer la necia vanidad de los ricos. 
     Ni siquiera podría evaluarse en cifras hasta qué punto la productividad resulta reducida indirectamente a causa del desperdicio de las fuerzas que podrían servir para producir y, sobre todo, para preparar las herramientas y máquinas necesarias para esta producción.
     Basta citar los miles de millones gastados por Europa y Estados Unidos en armamento, sin más fin que conquistar mercados, para imponer la ley económica a los vecinos y facilitar su explotación; los millones pagados cada año a funcionarios de todo tipo, cuya misión es mantener el derecho de las minorías a gobernar la vida económica de la nación; los millones gastados en jueces, cárceles, policías y todo ese embrollo que llaman justicia, cuando alcanza, como es sabido, con aligerar tan sólo un poco la miseria de las grandes ciudades para que la criminalidad disminuya en proporciones considerables; en fin, los millones empleados en propagar por medio de la prensa ideas nocivas y noticias falsas, en provecho de partidos, personajes políticos y compañías explotadoras.
     Pero esto no es todo. Aún se gasta más trabajo inútilmente para forzar al consumidor a que compre lo que no necesita o para imponerle con la publicidad un artículo de mala calidad; más allá para producir sustancias alimenticias, provechosas para el industrial y para el comerciante, pero nocivas para el que las consume; etc, etc.
     Así, pues, por un lado si se considera la rapidez con que las naciones civilizadas aumentan su fuerza de producción, y por otro los límites puestos a ésta, debe deducirse que una organización económica medianamente razonable permitiría a las naciones civilizadas amontonar en pocos años tantos productos útiles, que deberíamos exclamar: “¡Basta de petróleo, basta de trigo, basta de ropas! ¡Descansemos para utilizar mejor nuestras fuerzas, para emplear mejor nuestros ocios!”.
     No; el bienestar para todos no es un sueño. Puede haberlo sido cuando había que construir artesanalmente los instrumentos mecánicos necesarios para la agricultura y la industria. Ya no es un sueño desde que se inventara el motor que, con un poco de hierro y algunos litros de combustible, proporciona la fuerza de un caballo dócil, manejable, capaz de poner en movimiento la máquina más complicada.
     Pero para que el bienestar llegue a ser una realidad, es preciso que este inmenso capital –ciudades, casas, campos labrados, vías de comunicación, educación– deje de ser considerado como propiedad privada de los capitalistas que disponen de ella a su antojo. Es preciso que estos ricos instrumentos para la producción, duramente obtenidos, edificados, fabricados e inventados por nuestros antepasados sean de propiedad común, para que el espíritu colectivo saquen de ellos los mayores beneficios para todos: se impone la EXPROPIACIÓN.
     El bienestar de todos como fin; la expropiación como medio.
     Pero este problema no puede resolverse por la vía legislativa. Pobres y ricos comprenden que ni los gobiernos actuales, ni los que pudieran surgir de una revolución política, son capaces de resolverlo. Se siente la necesidad de una revolución social, y tanto los ricos como los pobres saben que esa revolución está próxima, que puede estallar de un día para otro.
     Y bien, ¿qué haremos cuando se produzca la revolución? 
     Durante ese tiempo, el pueblo sufre. Se paran las fábricas, los talleres están cerrados, el comercio se estanca. El trabajador ya no cobra ni aun el mezquino salario de antes. El precio de los alimentos sube. 
     El pueblo sufre y se pregunta: “¿Qué hacer para salir de este punto muerto?”.
     Reconocer y proclamar que cada uno, tiene ante todo el derecho a vivir, y que la sociedad debe repartir entre todos, sin excepción, los medios de existencia de que dispone. ¡Reconocerlo, proclamarlo y obrar en consecuencia!
     Actuar de forma tal que, desde el primer día de la revolución, el trabajador sepa que nadie se verá obligado a dormir bajo los puentes, a permanecer en ayuno cuando hay alimentos y a tiritar de frío cerca de las tiendas de ropa. Sea todo de todos, tanto en realidad como en principio, y que se produzca al fin en la historia una revolución que piense en las necesidades del pueblo antes que en leerle la lista de sus deberes.
     Esto podrá realizarse tan sólo por la toma de posesión inmediata, efectiva, de todo lo necesario para la vida de todos. Tomar posesión, en nombre del pueblo sublevado, de los graneros de trigo, de los almacenes atestados de ropa y de las casas habitables. No derrochar nada, organizarse rápidamente para llenar los vacíos, hacer frente a todas las necesidades, satisfacerlas todas; producir para hacer que viva y se desarrolle la sociedad.
     Basta de esas fórmulas ambiguas, como la del “derecho al trabajo”, con la cual se engañó al pueblo en más de una vez a lo largo de la historia y con la que se trata de engañarlo aún hoy. Tengamos el coraje de reconocer que el bienestar, ya posible desde ahora, debe realizarse a todo precio. 
     El derecho al bienestar es la posibilidad de vivir como seres humanos y de criar a los hijos de forma de hacerlos miembros iguales de una sociedad superior a la nuestra, mientras que el derecho al trabajo es el derecho a continuar siendo siempre un esclavo asalariado, un hombre de labor, gobernado y explotado por los burgueses del mañana. El derecho al bienestar es la revolución social; el derecho al trabajo es, a lo sumo, un presidio industrial.

     Las revoluciones fracasan porque, una vez triunfan, los hombres dejan todo en manos del nuevo gobierno “revolucionario”... en lugar de hacerlo ellos mismos.

     Aquí dejo un post para el que quiera saber un poco más sobre qué es la globalización y cómo nos afecta: La globalización y el mundo actual.

     Termino con una cita de Martin L.K.:

     Cobardía hace la pregunta: ¿es seguro?
     Conveniencia hace la pregunta: ¿es política?
     Vanidad hace la pregunta: ¿es popular?
     Pero la consciencia hace la pregunta: ¿es correcto?
     Y llega un momento en el que uno debe tomar una posición que no es ni segura, ni política, ni popular; pero uno debe tomarla, porque es correcta.

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