Toda verdad atraviesa tres estadios:
en primer lugar se le ridiculiza;
en segundo lugar se le oponen violentamente;
finalmente se le acepta como si fuese una evidencia.
El bienestar para todos no es un sueño. Es posible, realizable, después de lo que han hecho nuestros antepasados para hacer fecunda nuestra fuerza de trabajo.
en primer lugar se le ridiculiza;
en segundo lugar se le oponen violentamente;
finalmente se le acepta como si fuese una evidencia.
El bienestar para todos no es un sueño. Es posible, realizable, después de lo que han hecho nuestros antepasados para hacer fecunda nuestra fuerza de trabajo.
Sabemos que los productores, que apenas son un tercio de los habitantes en los países civilizados, producen ya lo suficiente para que exista cierto bienestar en el hogar de cada familia. Sabemos, además, que si todos cuantos derrochan hoy los frutos del trabajo ajeno se viesen obligados a ocupar su tiempo ocioso en trabajos útiles, nuestra riqueza crecería en proporción al número de brazos productores. Y sabemos en fin que, en contra de la teoría de Malthus –pontífice de la ciencia burguesa– el hombre acrecienta su fuerza productiva con mucha más rapidez de lo que él mismo se multiplica. Cuanto mayor número de hombres hay en un territorio, tanto más rápido es el progreso de las fuerzas productivas.
Hoy, a medida que se desarrolla la capacidad de producir, aumenta en una proporción sorprendente el número de vagos e intermediarios. Al revés de lo que se decía en otros tiempos entre socialistas –que el capital llegaría a reconcentrarse bien pronto en tan pequeño número de manos, que sólo sería menester expropiar a algunos millonarios para entrar en posesión de las riquezas comunes– cada vez es más considerable el número de los que viven a costa del trabajo ajeno.